El recuerdo este año del golpe de estado del 5 de abril de 1992, es particularmente especial porque se da en un contexto electoral presidencial en el que parece corroborarse una vez más las grandes grietas del neoliberalismo instaurado en el Perú de entonces, y porque su legado se expresa descarnada y autoritariamente en la brutal represión que vive el pueblo de Islay en estos días.
El 5 de abril, con la complicidad del gran empresariado, de la iglesia conservadora y de las Fuerzas Armadas, se instauró a través de un golpe de estado, una dictadura tecnocrático-militar que implementó un modelo económico, social y cultural que ha marcado la vida del país en las últimas dos décadas.
Aprovechando el estado de “schock” generado por la crisis económica global y nacional, los efectos de una guerra sucia cuya forma principal era la del “terrorismo subversivo” y el “terrorismo de estado”, Alberto Fujimori y sus compinches procedieron a dar un golpe no sólo a las instituciones liberales, sino a privatizar el patrimonio público de manera bastante corrupta, favoreciendo a trasnacionales y grupos de poder económico; a aplastar la resistencia de los trabajadores destruyendo sus sindicatos y aplicando una de las reformas laborales más radicales contra los derechos de los trabajadores; a controlar los grandes medios de comunicación; a utilizar los programas sociales para manipular a los sectores que sufrieron el embate del mismo programa aplicado.
El Perú se convirtió en uno de los países más corruptos y desiguales. En él, las libertades ciudadanas estaban restringidas y se perseguía a los opositores. Las violaciones a los derechos humanos a través del asesinato selectivo, la tortura, las esterilizaciones forzadas fueron parte del día a día.
La resistencia popular, los estudiantes universitarios, los restos de la llamada “sociedad civil”, los gremios, el pueblo izquierdista, miembros de diversos partidos, una coyuntura económica desfavorable y la presión internacional, consiguieron crear las condiciones para terminar con el régimen autoritario y corrupto. Sin embargo, la transición quedó trunca, los poderes fácticos permanecieron en pie y si bien se recuperaron varias de las libertades políticas y ciudadanas, no se puede negar que padecemos un neoliberalismo de segundo piso, caracterizado por una democracia bastante restringida.
Este segundo piso fue construido por Toledo y García sobre la base de una política de consolidación de una economía primario exportadora favorable a las trasnacionales y de una política antilaboral; de una democracia de muy baja intensidad con un Estado al servicio no de sus ciudadanos, sino de los intereses privados, y que recurre a la persecución de dirigentes sociales, la criminalización de la protesta social, la legalización del uso de la fuerza contra quienes reclaman, y negándose a respetar la voluntad popular de los pueblos indígenas o las poblaciones que se oponen al modelo.
La continuidad de este modelo para la derecha, hoy es puesta en peligro por la candidatura de Ollanta Humala y Gana Perú. Para acabar con esta opción la derecha aduce que votar por ella y no por Humala es "defender la democracia”, “las libertades ciudadanas”, "la libertad de expresión”, y evitar “la vuelta al pasado”. Sin embargo, ayer mismo, en Islay, el gobierno "democrático" de Alan García suma un muerto más a su haber: un joven de 22 años ha sido asesinado, como fueron asesinados muchos campesinos e indígenas que se oponen a la imposición de la explotación minera en sus territorios, por las fuerzas del orden que gozan de inimputabilidad para hacer uso de armas letales contra la población civil.
En el Perú, de la mano de los grandes medios de comunicación y la legislación, se ha convertido a la protesta social y la manifestación pública en un crimen que permite el uso de la fuerza. La población de Islay se opone mayoritariamente a la destrucción del rico Valle del Tambo para el desarrollo de actividades mineras. Se realizó una Consulta Popular en que la opinión de la población se expresó. El gobierno se ha negado a respetar esta decisión como se ha negado a aplicar el Convenio 169 de la OIT, que firmó el Estado, y que obliga a consultar a las poblaciones indígenas sobre el uso de sus territorios. La respuesta del Estado ha sido hacer prevalecer a cómo de lugar el proyecto cuprífero de la Southern, y disparar contra la población civil, usando a las “fuerzas del orden” como fuerzas de ocupación, como ocurrió en Bagua.
Me pregunto: ¿Dónde están entonces la "democracia" y los "demócratas"? ¿dónde están los “cívicos”? ¿De qué vuelta al pasado habla la derecha para conjurar a una de las pocas propuestas que plantea algunos cambios? Para quienes nos jugamos la vida en las calles y en la lucha, por casi una década, para derrotar al fujimontesinismo y recuperar la democracia, observar estos sucesos nos hace pensar que estamos de “vuelta al pasado” y peor aún, transitamos una forma muy perversa del “volver al pasado” porque se usa la palabra “democracia” para justificar la violencia y el autoritarismo.
No cabe duda que mirar al futuro pasa por acabar con este modelo, profundizar la democracia haciendo efectiva la democracia participativa, y exigiendo el derecho de los pueblos a ser consultados. La izquierda no puede poner ese futuro en las manos de un caudillo, por más bueno que sea, este futuro debe reposar en la lucha y organización de los pueblos indígenas, de los trabajadores, de las mujeres y los jóvenes. Es necesario derrotar definitivamente el sentido común que se ha consolidado a lo largo de estos años a través de la dictadura comunicacional, hacer cambios institucionales que efectivicen la participación popular y permitan que no estemos atados a los designios de intereses privados sean nacionales o transnacionales o a los de sus operadores políticos y los tecnócratas. Por ello, hoy más que nunca, debemos contribuir a la derrota electoral de la derecha, porque queremos más y mejor democracia y no continuar en esta prolongación de un pasado que no termina de irse.
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